10 enero, 2008

ESPARDEÑÁS Y PEROL TRENCAT - XCI

Al Capone, el famoso gángster neoyorquino que ordenaba sus crímenes desde la mueca infame de su cara escondida bajo el ala de un refinado sombrero porque aún no existía el SMS, y las señales de humo quedaban sólo para un cine de blanco y negro, nunca utilizó tampoco el chillido de Tarzán en señal de auxilio. Se sentía tan protegido, que con un solo gesto, tosco y esbelto, sus esbirros tomaban nota y con el tableteo de sus guitarras escupidoras de plomo ardiente, montaban, ausentes de todo escrúpulo, la “matanza de San Valentín”. El inmaculado asesino se pasaba las leyes por la entrepierna, –tanto las del asfalto sucio y oscuro, como las no menos limpias de los tribunales- protegido por sus acólitos prestos al guiño sentencioso de su jefe, a sabiendas de que al final tendrían su recompensa. O el finiquito mortal, en caso de deslealtad a su amo y señor. También burlaba a la Justicia gracias a sus picapleitos, hábiles caminantes por el filo de la ley, que gracias al conocimiento de sus recovecos conseguían eludirla, dispuestos a la compra de voluntades en los casos de necesidad, en defensa de la honra de su amo benefactor. Y cuando Al Capone era acusado por sus tropelías, se declaraba inocente de toda culpa. Finalmente, sólo la evasión fiscal pudo con él, y tras años de ostracismo carcelario, desde el que sin embargo seguía dirigiendo los hilos de su entramado delictivo, pasó años después, enfermo y demente, a mejor vida.

Los hechos, los matices y los escenarios hacen diferentes las más burdas de las estafas, pero en el cieno de los intereses más bastardos, nada es distinto. Ni Cipriano Ciscar, ni Juan Lerma, pasándose ambos por la entrepierna todas las leyes protectoras de nuestro Patrimonio Histórico y dominando el filo del alambre merced a la prepotencia de un poder otorgado no para tal desmán, ni el necesario tándem Grassi – Portaceli, autores del proyecto del genocidio cultural, preñados todos ellos de zafio orgullo pero vacíos de toda afectividad hacía un vestigio arqueológico, ni el PSOE valenciano, ninguno de todos ellos, admiten al menos por el momento, haber cometido una ilegalidad en el Teatro Romano de Sagunto, aunque algunos claman, eso sí –una vez conocido el fallo inapelable del Tribunal Supremo- por una amnistía cultural. Están deseosos de lograrla caminando por el filo de alambre, una vez han conocido el peso de la ley, cuyo costoso cumplimiento les importa un pito. Será, en su caso, el sufrido contribuyente español quien costeará la recuperación del que fue considerado como el primer Monumento Nacional de España, situado sobre una orgullosa cresta de más de dos mil años de existencia, a cuyos pies, mudo y sonrojado, un Ayuntamiento servil permaneció al margen sin mover un solo dedo para impedir el entierro de su emblema más legendario. Y fueron ellos precisamente, los que miraron hacía otro sitio, ajenos a una gran parte de su pueblo que permanecía incrédulo y atónito por aquella “matanza cultural”, mucho más cruel que la de San Valentín. Porque en ésta, sus victimas, eran maleantes de la misma especie que sus verdugos. Nada que ver con las vetustas piedras mimadas por las manos agradecidas de cualquier arqueólogo que se precie, enterradas bajo el frío mármol de la modernidad y despreciando la nobleza de su vejez por la burda vanidad de cuatro iluminados.

No ha tardado el Compromís, fiel a su tradición heredada, en estar en contra de la sentencia, por su parte de culpa apoyando el indocto proyecto, y se revela contra el imperio de la Ley. Dicen que van a buscar una vía legal que evite el cumplimiento de lo dictado por el Tribunal Supremo, cuyo hallazgo quizá encuentren por las escombreras de su cieno, senderos que tan bien conocen con todos sus atajos.

Zapatero ataca a la Iglesia, exigiendo el respeto de la Ley por encima de cualquier pensamiento, se supone ideológico, y termina diciendo que este es el ADN de la democracia. Veremos pues si reconoce el fallo del Tribunal Supremo, purga la culpa de su partido, y apoya la restauración del coliseo saguntino.

El terrorismo etarra, fiel a su guión mantenido durante cuarenta años, provoca a la Guardia Civil ávidos ellos de un martirologio de diseño que luego se publicita en todas las primeras páginas de los medios de comunicación con el beneficio de su gratuidad. Sin embargo, Robespierre Rubalcaba hace una lectura diferente a la que tantas veces y en casos idénticos hiciera su propio partido, y que tanto agradaba a quienes por culpa de su memez, cargan contra los que por defender nuestras vidas, ponen las suyas en peligro. Son los que ahora asienten y están callados, como debieran haberlo hecho cuando lamentaban las denuncias etarras, justificando de esta manera su animadversión acomplejada contra el cuerpo de la Guardia Civil. Ignoremos a tanto mentecato y demos las gracias por la detención de tanta calaña. Mantengamos la esperanza de que se pudran en la cárcel, el único lugar que por derecho se han ganado.

Así pues, al Perol con todos aquellos que presumiendo del Estado de Derecho y del acatamiento de la Ley, le dan la espalda cuando no les conviene, o emulan Al Capone, negando la evidencia de un hecho lamentable, cuya practicidad no puede justificarlo.

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